Buenos aires, 3 de septiembre. De noche, como siempre.
Te escribo, otra vez. Aunque ya sé, no vas a escribirme. No sé por qué continuo con ésto. Quizás me mantiene vivo la esperanza de que simplemente no hayas leído ninguna de las otras cartas. Es tarde ahora. Es tarde siempre. Desde que te fuiste, o mejor dicho, desde que me quedé. No pasó ni un momento, ni siquiera uno. Están todos detenidos en la puerta de entrada. Y el cenizero que llenaste con las colillas de tus cigarrillos quedo exactamente en la misma posición. Lleno. Y el cuarto, tal y cómo lo dejaste, todo desordenado de tan ordenado y limpio que está. Todo le falta, pues no tiene habitantes. Lees bien, yo no habito, ni soy, ni existo. Ni río, ni hablo, ni amo, ni soy, ni existo, ni entiendo. El cajón, en su perfecto estado, celosamente esconde los restos de marihuana que olvidaste. Los papeles de armar, dentro del libro de Rimbaud que no te llevaste. No sé por qué. Me quedé sentado en el sillón, dónde apague el último cigarrillo desde que te fuiste, mejor dicho, desde que me quedé. Te espero siempre.