Me gustan las luces de navidad. Me gustan porque nos visten con otro atuendo. Nos disfrazan de otros. Otros que son más amables. Otros que sonríen si un vaso se rompe, o lloran solamente de amor, ante un abrazo inacabable. Otros. Que no somos nosotros. Nosotros somos feos. Rencorosos. Absurdos y Orgullosos. Lastimados. Rotos. En pedazos. Huimos. Siempre.
De más pendejo, me gustaba la navidad. Me gustaba porque ya no me gusta. Ahora aprendí. Aprendí que es solamente un pantomima. Casi en blanco y negro, de tan envejecida que está. Ya esos besos que veo, esos abrazos que veo, el ruido de las copas haciendo un brindis horrible, ya no me cautivan. Ahora aprendí la escena. Paso por paso. Dialogo por dialogo. Es una película, si se quiere, de lo más triste y/o espeluznante. La sidra es dulce, las conversaciones ensayadas años atrás amargas.Me parece una escena tan dantesca. De repente, se me desfiguran todos los rostros. Se convierten en quienes realmente son. Esos que huyen, lastiman. Esos. Ya no alcanzan las lucecitas de navidad para disfrazarnos. Ahora somos quienes podemos ser. No quienes queremos. Ésto no es el país de las maravillas.
Como sea, me gustan las lucecitas de navidad. Si nos pusieramos lucecitas de navidad más a menudo, ¿Quienes seríamos?